lunes, 15 de marzo de 2010

¿Por qué recordar a Miguel Delibes?

Miguel Delibes


Muchos quizá no habéis oido hablar de Miguel Delibes. Bueno, quizá ahora, que acaba de morir y está en las primeras páginas de prensa y en las noticias de la tele, algo sí.

Miguel Delibes es (es, y no era, ya que la literatura nunca muere) unos de los grandes escritores de este país. Su literatura está basada en la sencillez y en un lenguaje preciso y depurado. A lo largo de su vida recibió numerosos y prestigiosos premios y galardones, todos los importantes de habla hispana, aunque nunca recibió el Nobel: el Premio Nadal, el Premio Nacional de Narrativa, El Príncipe de Asturias, El Premio Cervantes...

Muchas de sus obras se han llevado al cine, como por ejemplo Los Santos Inocentes, El Camino, La Sombra del Ciprés es Alargada, El Disputado Voto del Sr.Cayo, El Príncipe Destronado, y ... muchas más

Os proponemos disfrutéis con un breve fragmento de esta última, en la que Miguel, con una gran sensibilidad nos retrata el inocente mundo infantil. El autor nos cuenta un día, un solo día, de la vida de Quico, un niño que va a cumplir cinco años y que ha sido restituido de su trono debido al nacimiento de su hermana Cris, un "principe destronado":


El niño bajaba las escaleras primero con el pie izquierdo y, seguidamente, juntaba el izquierdo con el derecho en el mismo escalón, pero lo hacía rápido, casi automáticamente, a fin de no retrasar el apresurado descenso de la Vítora. La tienda estaba tres casas más allá y el niño, de la mano de la chica, recorrió la distancia, restregando su dedo anular por la línea de edificios. En la tienda olía a chocolate, a jabón y a la tierra de las patatas. Avelino distribuía el género en rejillas de aluminio y Quico recorrió con los ojos los casilleros coloreados con alcachofas, zanahorias, cebollas, patatas, lechugas y, por encima, los paquetes sugestivos de chocolate, galletas, cubanitos, macarrones y, más arriba aún, las botellas de vino negro y las de vino rojo y las de vino blanco y, a mano derecha, los tarros con los caramelos.

El señor Avelino divisó su caperuza roja por encima del mostrador:

—Mucho has madrugado tú hoy, ¿eh, Quico?

—Sí —dijo el niño.

La señora Delia salió de la rebotica y, al verle, dijo:

—¿Qué dice el mozo? Mucho has madrugado.

Pero Quico, encuclillado, se metía entre las piernas de la parroquia y bajo el mostrador, y bajo los tarros de caramelos, y no oía a nadie. Absorto buscaba las chapas de las botellas de Coca—Cola y de Pepsi—Cola y de Kas y las iba guardando en el bolsillo del pantalón, junto al botón negro y el tubo dentífrico y la Vítora le dijo al señor Avelino:

—¿Dónde anda el Santines?

El señor Avelino echó una mirada fugaz al reloj enmarcado de azul pálido. Dijo:

—No creo que tarde, ya hace rato que salió.

La Vítora se impacientó:

—Tengo mucha tela que cortar; déme la leche y luego el Santines que me suba esto. —Le tendió un papel al señor Avelino.

En el extremo del mostrador, una muchachita con abrigo marrón levantó una vocecita destemplada:

—¡Qué frescura! —dijo—. Todas tenemos tela que cortar, señor Avelino. Y llevo aquí de plantón más de un cuarto de hora, para que se entere. Y si cada una que llega se salta la vez...

La Vítora se volvió a ella, desencajada:

—¿Y para qué quieres la boca, hija?

Quico apareció por entre las piernas de la parroquia, mirando atemorizado a la Vítora que voceaba. El señor Avelino dijo:

—Calma, hay para todas. —Guiñó un ojo a la Vítora—: Cómo se nota que te han dejado viudita, ¿eh?

La Vítora sonrió tristemente.

—Mañana —dijo—. No me lo recuerde, señor Avelino, no sea usted malo.

El Quico ya estaba junto a ella.

Dijo tomando la mano de la Vítora y bajando la voz:

—Es malo el señor Avelino, ¿verdad, Vito?

—¡Calla tú la boca!

El señor Avelino se dirigió a los tarros de caramelos y le alargó uno a Quico:

—Toma, pequeño, un chupa—chups.

La Vítora llevaba en la cesta las botellas de leche y le dijo al señor Avelino desde la puerta:

—A ver si aviva el Santines.

—Descuida.

Quico miraba ahora el redondo caramelo amarillo y lo hacía girar y girar por el palito incrustado y cuando le tomaron por la barbilla y le obligaron a levantar la cabeza experimentó una viva irritación contra el mundo. La Señora le sonreía desde su altura, entre las pieles, dulcemente, estúpidamente, y, al cabo, le dijo a la Vito:

—¿No es ésta, por casualidad, la nena del señor Infante, el de Tapiosa?

—Sí, señorita, pero es nene.

La señora acentuó su sonrisa:

—Claro —dijo—, a esta edad. Le ve una tan rubio y con esos ojos...

Quico se había puesto serio, casi furioso:

—Soy un machote —dijo.

Ella rió, ya en alta voz, divertida:

—¿Así que eres un machote? —preguntó.

A Quico le dolía la nuca y la estatura de ella y su condescendencia y experimentó uno de sus súbitos arrebatos. Chilló:

—¡Mierda, cagao, culo...!

La sonrisa de la Señora se cerró instantáneamente, mecánicamente, como un esfínter.

Le regañó:

—Eso está muy feo. Los niños buenos no dicen esas cosas.

La Vítora se puso seria y le zarandeó:

—No le haga usted caso —le dijo a la Señora—. Desde que ha venido la hermanita tiene unos prontos que qué sé yo.

Dijo el abrigo de pieles:

—¿Qué número hace?

—¿Éste? El quinto. Y dicen que no hay quinto malo, ya ve.

Luego, en el montacargas, la Vítora rezongaba:

—Se lo voy a decir a tu Mamá, para que lo sepas. ¿Tú crees que son esas maneras de contestar a una señora? La Vito es demasiado de buena, pero un día se va a cansar y no te va a querer.

El niño tenía ahora, al mirarla, los ojos lánguidos, como con mucho blanco, por debajo de las pupilas.

—¿Es pecado, Vito? —dijo.

—¿Pecado? ¡Y de los gordos! Si te agarran ahora los demonios no paran hasta dejarte en los infiernos.

Al apearse en el descansillo del montacargas, Quico tenía una expresión sombría. De reojo miró al otro lado de la rejilla y divisó la madeja desmayada del Moro negreando lastimosamente entre las basuras. La Vítora dio dos golpes en el cristal. Le dijo:

—Mira, ya está tu Mamá bañando a la Cristina.

Él entró sonriente, triunfal, levantando el chupa—chups por encima de su cabeza. Reparó, de pronto, en el vientre abombado, liso, de su hermana y dijo:

—Cris no tiene pito, ¿verdad, Mamá?

—No —respondió Mamá evasivamente.

—¿Y tú? ¿Tienes tú pito, Mamá?

—Tampoco; eso sólo lo tienen los niños.

A Quico se le redondearon los ojos azules y exclamó:

- Entonces, papá ¿tampoco tiene pito?...




Si quieres leer un poco más de este libro:
Para el profesorado:



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Para saber más de Miguel Delíbes:




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